Imagina que estás al inicio de un camino.
No importa cómo sea la senda. Si es una travesía de tierra o arena, un sendero de cemento o una calzada de baldosas amarillas. No importa.
No importa el paisaje que observes alrededor. Si es una vista de campo abierto o de arboleda cerrada, una jungla de grandes edificios o un desierto perenne. No importa.
Porque es tu camino. Y tú, con tu imaginación, lo construyes.
Pero imagina que empiezas a andar el camino, y desde muy pronto aparecen varios obstáculos: tienes que saltar zanjas, escalar muros, rodear grandes rocas y esquivar a gente que te entorpece el paso o incluso te hace la zancadilla. Las dificultades son tan amplias, que no puedes evitar tropezarte y caerte, y te caes y te levantas, y te vuelves a caer y te vuelves a levantar, cada vez con más esfuerzo, pero lo sigues haciendo porque quieres seguir en el camino.
Y entonces, de repente, surge de la nada un vendaval con una fuerza inmensa, que te empuja tan, tan lejos, que acabas cayendo de espalda justo casi al principio del camino. Y otra vez tienes que empezar de nuevo.
Desolador, ¿verdad?
Ahora quiero que hagamos un segundo ejercicio de imaginación.
Quiero que cierres los ojos durante unos segundos y que imagines: que estás dentro de una jaula de la que no puedes salir.
La jaula se llama estancamiento o indefensión. El camino es la VIDA.
Por supuesto que el camino tiene muchas cosas agradables, y podemos pararnos siempre que queramos a observar los bellos paisajes que se nos descubren alrededor, y seguro nos encontraremos con gentes amables que nos ayudarán a escalar los muros o saltar las zanjas o simplemente nos entretendrán a lo largo del camino. Por supuesto que sí. Son lo que hace que el camino valga la pena.
Pero los obstáculos nunca deben ser una excusa para abandonar el camino y no querer continuar hacia delante.
Dime, ¿tú qué prefieres? ¿El camino... o la jaula?
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