El eterno dilema, ¿no? ¿Hay que ser optimista, hay que ser realista? ¿¿¿Pesimista yo???, ¡no, nunca, yo lo que soy es realista!
La verdad es que los seres humanos somos optimistas por naturaleza, por instinto. Si no fuera así, y conociendo las estadísticas, no nos montaríamos en coche, no comeríamos comida rápida, o nunca jugaríamos al Gordo de la lotería.
Todo lo anterior lo hacemos casi sin pensar. Son decisiones habituales en las que no perdemos mucho tiempo porque si lo hiciéramos, la vida sería muy complicada. ¿Te imaginas haciendo una lista de pros y contras para decidir si vas a ir en bus o andando?
Ante decisiones más importantes entran en juego procesos intelectuales más complejos. Razonamos más y dirigimos nuestro proceso de elección en función de una predisposición más optimista o pesimista que va a estar definida por nuestra experiencia de aprendizaje.
Así, el pesimismo suele ser un mecanismo de defensa aprendido. Si pensamos que hay una alta probabilidad de que las cosas no salgan bien, no me llevaré una decepción tan grande que si hubiera pensado en el éxito absoluto. De eso nos protegemos con el pesimismo: de la decepción. Sin embargo: siempre que hacemos algo, siempre que iniciamos un nuevo proyecto, aunque nuestra mente nos diga "es muy difícil", nuestro instinto, ése que se libra de aprendizajes disfuncionales, mantiene la esperanza en el "lo lograré", porque si no ni siquiera nos hubiéramos puesto en marcha. Así que cuando no lo logramos y nos decimos "lo sabía" para aliviar nuestra decepción, en realidad nuestro corazón sufre lo mismo. Por ello, este pesimismo falsamente protector no sirve tanto para aliviar el dolor de la amarga derrota como sí para predisponernos a ella.
Porque luego están los optimistas que se dejan llevar excesivamente por su instinto, los que suelen ser llamados: optimistas ingenuos. Suelen confiar en el destino, en la buena suerte, y en que el Universo está conjurado para que todo les vaya bien. Y, ¿sabes qué?, a pesar de su inconsciencia, a éstos le suele ir bastante mejor que a los pesimistas. Porque si para el éxito bien son importante el esfuerzo y las aptitudes, la actitud no lo es menos, y el optimismo ingenuo facilita una actitud positiva ante los obstáculos y dificultades, facilita el empeño, la constancia, el coraje, la valentía. Los optimista se arriesgan más. El problema surge cuando esos riesgos, por no haber sido calculados, llevan al fracaso, no se asimila bien ese fracaso porque, ¡¿maldita sea, cómo ha podido suceder si tenía el apoyo del Universo?!, y nos frustramos tanto, tanto, que incluso podemos pasar de optimistas ingenuos a pesimistas obstinados.
"Así que David, la mejor actitud es la del realista". ¿Y qué es ser realista cuando se trata de embarcarse en un proyecto? El futuro es una realidad que no existe pero que nosotros podemos construir, desde el presente. El realista de Ward tenía la precaución de los pesimistas protectores y la esperanza de los optimistas ingenuos. Bien por él. Era un optimista no ingenuo. Se trata, al fin y al cabo, de ajustar las velas:
- No te preocupes, ocúpate.
- No vivas en el futuro, no existe. Constrúyelo. Planifica.
- Toma riesgos, como harían los optimistas ingenuos, pero que sean riesgos calculados.
- Mantén la ilusión. No es ingenuidad, es esperanza, y la esperanza ayuda y acerca al éxito.
- Si te llevas una decepción, bienvenido al mundo real, ¡sobrevivirás! Si fracasas, abraza el fracaso, porque el fracaso es aprendizaje, y el aprendizaje crecimiento.
Recuerda que quien nunca fracasó, es porque no se atrevió a tirarse al mar.
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