No me voy a referir en este post al no hacer nada asociado a la pereza. Aunque una amiga mía dice que en esta sociedad la pereza está infravalorada, y yo estoy totalmente de acuerdo. Tiene muy mala fama la pereza, y me parece que no es justa. Quizá hable de ello en otra ocasión.
Esta vez hablo de otro tipo de no hacer nada. Un no hacer nada que nos cuesta mucho, muchísimo hacer.
Uf, parece lioso, a ver cómo me explico...
Lo haré.
Hay veces que estamos mal, ¿verdad?, porque tenemos problemas, porque hemos discutido con nuestra pareja, porque no tenemos pareja, porque me sucedió algo horrible o quizá no tan horrible pero que preferiría que no me hubiera sucedido, porque me agobio con las facturas, porque me estreso con el trabajo, porque me deprimo con la lluvia, porque me siento mal y ni siquiera tengo ni puñetera idea de por qué me siento mal...
Y entonces pensamos (suele suceder) que tengo que hacer algo enseguida para dejar de estar mal.
¿Por qué tienes que hacerlo?
¿Por qué ha de ser enseguida?
¿Por qué nos cuesta tanto (por qué a mí, especialmente me cuesta tanto) aceptar que somos impotentes?
Somos impotentes. Soy muy impotente. Eres impotente.
¡Cuidado! No eres un impotente. ¡Qué palabra más fea cuando le ponemos el artículo indeterminado! Por favor, tenlo claro: tú no eres una etiqueta. Las etiquetas nos limitan, y somos capaces de hacer tantas cosas.
Sin embargo, decir que somos impotentes, implica aceptar que no somos omnipotentes.
No siempre podemos todo. No somos etiquetas. Simplemente tenemos límites.
¿Es horrible eso? Yo no lo creo. Pienso que es humano. Pienso que es (y es verdad que ahora lo estoy pensando) maravilloso.
Admiro mi impotencia. Celebro la tuya y siento que te quiero más por ello. Por tus capacidades mezcladas con tus maravillosas incapacidades. ¡Qué virtuosos son tus defectos!
Y ahora que admiro nuestra compartida impotencia, me siento un poco más capaz de, cuando no pueda hacer nada, no hacer nada.
Lo cual, estoy convencido de ello, es un verdadero arte.
Abrazos.
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