De niños, por regla general, somos mucho más listos que de adolescentes, con nuestras limitaciones de experiencia y conocimientos, con algunas capacidades cognoscitivas aún no desarrolladas del todo, pero aun así, más listos. Porque, con los cambios físicos y psicológicos de la adolescencia, el ser humano adquiere una sobrepercepción del yo, de su identidad, que hasta entonces no tenía.
Así que, a partir de ese momento, el ego, el hijoputa del ego, que es nuestra identidad (personaje) en el mundo, se adueña de nosotros y se convierte en protagonista. Y toma mucha relevancia el qué dirán y cómo nos verán los demás, por eso nos volvemos tan superficiales, al igual que se vuelve súper importante encajar en el grupo, ser uno más... Nos mongolizamos. Está claro.
Esto, en muchos casos, tiene consecuencias graves: aparecen las actitudes narcisistas (como mi yo tiene tanta relevancia, solo importo yo), problemas de autoestima si percibo que no encajo o cumplo las expectativas (en ellos, ser unos triunfadores de la hostia; en ellas, ser top models), como empiezan las primeras relaciones, algunos se vuelven dependientes emocionales porque lo más importante para sentirme bien es ser querido por otras personas, se dan también multitud de situaciones que son vividas como traumas y que arrastramos en la vida adulta: bullying, rechazos, complejos...
Aunque cada caso es único, sin embargo, lo que nos sigue condicionando (jodiendo la vida, si hablamos en plata), a casi todos por igual, es esa gran exacerbación de mi identidad en el mundo, del ego, a partir de la cual todos mis problemas, dificultades y carencias se convierten en un gran drama porque, claro, ¿qué van a pensar los demás de mí? Que no soy lo suficientemente bueno, que no soy lo que se espera de mí que sea. Que soy un fracasado, que soy gorda.
Por eso, para mí, madurar es, en gran medida, volver a ser un poco más niños, más juguetones, más payasos, más reírnos de imbecilidades que no deberían preocuparnos una mierda. A un niño le preocupa jugar y pasárselo bien y se la trae al pairo la opinión que los demás tengan de él. O puede que no. Dependiendo del niño, quizá le preocupe. Pero, no tanto como le preocupará en la adolescencia, donde esta neura inútil se exacerba mucho más.
Un ejemplo claro está en la estupenda habilidad de los niños de exponerse y hacer el ridículo. Y cuando empiezan a salirnos granos nos medimos mucho más lo que hacemos y decimos: ¿caerá bien, se reirán de mí, me rechazarán por esto? Aparece la vergüenza y limita nuestro ser.
La vergüenza es necesaria; gracias a que sentimos vergüenza no hacemos muchas cosas que conllevarían un grave rechazo social. El problema aparece cuando exageramos la sensación de ridículo, limitándonos y criticándonos en demasía por cada cosa que decimos o hacemos. Con la adolescencia y la exacerbación del ego y la acentuación de nuestro sentido del ridículo, empezamos a autovigilarnos, autoevaluarnos, autocensurarnos y autolimitarnos, en exceso. y esto es un grave retroceso. Una involución total. Una idiotización muy grande.
Con el paso de los años, muchísimas personas en el mundo no superan esta involución. Pero hay personas que sí. Hay personas que maduran y vuelven a recuperar ese niño disfrutón que eran. ¿Qué tipo de personas? ¿Cómo lo consiguen?
Después de todo lo dicho, creo que ya te habrás hecho una idea de qué personas son y cómo lo hacen: son aquellas que dejan de darle tanta importancia a su identidad en el mundo, al qué dirán, a las expectativas de los demás sobre ellas, a lo que se supone que deben ser y tienen que hacer. Se escuchan más a sí mismas y atienden sus verdaderas necesidades. Pero, ¿cómo llegan a ese punto?
A través de la muerte.
O esta es, al menos, mi teoría. Una teoría completamente incompleta e inexacta, ya que, en realidad, las explicaciones de esa maduración mental y emocional son mucho más complejas y diferentes según el tipo de persona y su experiencia de vida. Pero, me atrevo a decir que, a cierta edad, algunas personas que han tenido ya alguna experiencia cercana a la muerte, generalmente que han perdido a un ser querido, o incluso una experiencia que les ha tocado más en sus propias carnes, como una enfermedad grave, adquieren una toma de consciencia que supone ese salto madurativo, la superación de esa involución tan amarga que todos, en mayor o menor medida, sufrimos en la adolescencia y arrastramos luego en la vida adulta.
Y esa toma de consciencia es que:
Lo importante no es quién soy para el mundo.
Lo importante es lo que hago en el mundo.
Lo importante es la vida que estoy viviendo ahora y que un día acabará.
Por eso, a quienes la vida les enseña esa otra parte de la vida, la muerte, pueden llegar a aprender esta gran lección, de la que extraigo este consejo: no inviertas tanta energía, tiempo, atención y pensamientos en tu imagen y haz mucho más el tonto. Creo que es el mayor rasgo de inteligencia que nadie puede llegar a tener.
Cuestiona todo lo que digo; la duda nos acerca más a la verdad.
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Si te gusté yo, hago terapia psicológica en consulta en Málaga y online para el resto del mundo.
¡Y recibe este abrazo!
Me he quedando conteniendo la respiración después de leer este "post".
ResponderEliminarSencillamente...me ha abierto un poco más mis ojos cerrados.
Gracias, David.
Wow, leer esto ha sido una especie de golpe de "realidad" (¿Podría llamarlo así?). Estoy esperando entrar por psicología a la universidad UBV (Es esta https://www.universidadesgratuitas.com/universidades-gratuitas-venezuela/universidad-bolivariana-de-venezuela/ la universidad más prestigiosa de mi país) y estoy leyendo e informándome tanto como pueda para comprender mejor los temas que veré en un futuro, igualmente para fomentar mi personalidad y así tener un mejor recibimiento y uso de la misma. Considero que estoy en un punto de mi vida en el que me preocupa lo que piensen de mi, pero ¿Reformando mi personalidad esto cambiaría? ¿o cambiaría reformando mi pensamiento? ¿Hasta que punto es sano alimentar este "ego"?
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